viernes, 29 de febrero de 2008

Fe (de erratas)


(Te lo diré en voz baja, para que nadie se espante ni levante pancartas: Todavía creo. Es cierto, ya no arriesgo la sangre ni me lanzo contra los trenes convencida de que podré frenarlos antes de ver mis tripas en los rieles. Tampoco quintuplico la apuesta –y no es porque reniegue de mi vocación de perdedora- ni desato a mi guionista interno para que el pobre imbécil eche a andar sueños como tranvías. Más aún, aprieto con vehemencia su mordaza y lo amenazo con lanzarlo al pozo árido donde me revolqué aterida, aterrada, enmudecida cuando un relámpago de certezas me pulverizó. Incluso torturo a ese niño tímido y me burlo de sus fantasías pendejas, de su ingenuidad torpe y trasnochada. Y pese a eso, todavía creo. Creo que ahí, en un rinconcito que nadie más ve, que se esconde tras toneladas de mierda, hay un vestigio de ternura. Creo que la memoria no me hace trampas y que puedo garantizar que a segundos fuiste lo que yo vi: una tibieza temblando, una palabra sin armas, una dulzura sin culpas. Aunque el tiempo me contradiga y firme sentencias condenatorias, aunque esa pizca de fe al desnudo sea una resaca pobre de una imaginación enfermiza. Ya ves, qué idiota, yo todavía creo)

lunes, 25 de febrero de 2008

Error de pronóstico


-No tengo miedo.
-¿Ni un poquito?
-Nada. Ni un gramo.
-Deberías…
-No. Soy inmune. Sólo me enamoro en invierno.

Luego hablamos nimiedades. Ya sabes. Por qué le temes a las hormigas -“Son como un ejército”, me adviertes- o por qué los puntos cardinales son un enigma para mí (nunca encuentro el norte). Hace frío. Llueve demasiado en el sur, y eso que es febrero.
-“Aquí siempre es invierno”, me dice cantadito un chilote. Entonces tiemblo y tú me miras con ojos de taladro. Ya es tarde para arrancar. Me quedo quietecita. Otra vez me equivoqué con el pronóstico.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Inauguración

Como una gurisa. Dormirse muy tarde, con las mejillas adoloridas y en los ojos dos ranuras de luz. Reírse porque la bici duele. Oír la música del viento en los pendientes. Maullar sin sentido.

Sentarse a esperar al cartero.

Coleccionar palabras como un diccionario, tomarse toda la sopa del plato y pedir todavía un poco de helado, por favor. Sentir un alma pequeñita en el sitio donde antes sólo hubo un vacío y una cicatriz. Amistarse con las calles, las canciones, los poemas y el espejo. Creer en cuentos.

Ser pequeña y honda, como una gurisa.

ID escuchando Mi semilla (La Vela Puerca)

Y también:
Mimar voce (Caetano Veloso)
La gota de Rocío (Silvio Rodríguez)
Imagínate (Silvio Rodríguez)
Veranos de un sueño de invierno (Federico Wolf)
Salvapantallas (Jorge Drexler)

viernes, 8 de febrero de 2008

Contra los teléfonos




Le quedó sólo el tono pausado de su voz. La sorpresa que le causó aquella tarde, cuando después de meses rogaba, solapadamente, un último encuentro. No respondió a las expectativas. No se refugió en el rencor ni en la hostilidad. Se comportó como en el mejor de los casos. Hablaba, incluso, con un dejo de cariño (o con ese pasmo que no le permitió contestar de otra forma). Con ese sentimiento que hacía más de seis meses tuvo que aplacarncuando ella no sabía, cuando no estaba segura, cuando en medio de confusiones, tomó el bus que la alejaría para siempre.

Cuando decidió hacerlo estaba segura. Confiada, aunque siempre pensó en que si las cosas no se hubieran dado de ese modo amable, podría enfrentar mejor el desprecio que le lanzaba, certeramente, ahora. La llamada no fue incómoda, sí extraña, pero con esa rara estupefacción de lo que un día compartieron y, ahora, no les pertenece (algo que sintió con él, por primera vez, después de tanto tiempo).

Sonaba suave y ella resuelta (con esa fingida decisión con la que había aprendido a enfrentar la vida). Disimulaba los nervios con total entereza. Le cortó satisfecha, pues él se despidió prometiendo una llamada. Un encuentro.

Un encuentro al que no acudió y del que deshizo a través de un tercero. Ella, pasmada, escuchó la noticia. Aún recostada en su cama y con visiones borrosas sobre ese día que se venía demasiado largo. Sintió un nudo profundo en la garganta, en el estómago. Era el final que ya estaba escrito. Se sentó sobre su cama y pensó en su decisión de no verla, de no enfrentarla, de enterrar de una vez, y para siempre, todo lo que fue en un momento. De sacarla, de borrar el pasado, de olvidar que un día, la había conocido Así, tal cual ella, unos meses atrás.

Al recordar este episodio, sonrió. No le sorprendía. Miró las fotos, y entendió, sólo recién entendió que lo entendía.